La Cazadora

La Taberna
El sol hacía rato que se había ido, y apenas se veían los carteles que señalaban el final de las distintas bifurcaciones que hacía el embarrado camino que seguía. La niebla hacía más difícil que viera. Estaba cansada y cada vez que el caballo daba un paso, un pequeño y molesto pinchazo aguijoneaba mi espalda. Solo quería llegar al pueblo más cercano y descansar.

Una pequeña luz me anunció que ya había llegado a mi destino. Las calles del pueblo estaba desiertas, seguramente debido a la lluvia. Un ruidoso establecimiento un poco más adelante en la calle, llamó mi atención. El edificio no se diferenciaba mucho de cualquier otro: tenía dos plantas, estaba hecha de adobe con vigas de madera oscura y tejado de paja. Un pequeño letrero de metal suspendido sobre la calle rezaba Taberna Piel de Cordero. "Justo lo que necesito" pensé.

En frente de la taberna, al otro lado de la calle, se hallaba los establos para los viajeros que se alojaran en la taberna. Del interior del destartalado lugar salió un mozo de cuadras enjuto que se acercó a mi.

- ¿Va ha pasar la noche en la taberna, señor?

Me bajé del caballo sin decir palabra y le di las riendas al chico. Rebusqué en mi bolsillo y saqué un par de monedas de cobre que le entregué. Me di media vuelta y me dirigí a la Taberna.

No era de extrañar que ese chiquillo creyera que era un hombre. Vestía la típica vestimenta verde oscura de cazador: pantalones, botas altas, camisa de manga larga, peto y guantes de cuero. Un sombrero de ala ancha oscurecía mi rostro, junto con la capa que llevaba, me daba un aspecto misterioso. Siempre había buscado esa confusión con respecto a mi sexo (más que confusión, siempre había buscado que nadie supiera que era una mujer), así que llevaba los pechos vendados y el cabello cortado no más largo que cualquier cazador corriente. Incluso ponía voz ronca al hablar.

Al abrir la puerta de la taberna, el jaleo de su interior me golpeó, a la vez que un penetrante hedor compuesto por olores como sudor, cerveza, humanidad en general y otros olores indescriptibles. Los hombres se movían de un lado para otro portando jarras llenas, jugaban a los dados o cantaban canciones de borrachos. Me acerqué a la barra esquivando a todo tipo de maleantes, y cuando llegué un hombre regordete y calvo me miró.

- ¿Desea algo, señor? - su voz era áspera y sus manera toscas. Su enorme y roja nariz delataba su embriaguez.

- Una habitación.

-Suba por las escaleras, quinta puerta - dijo señalando el otro extremo de la habitación - ¿No desea comer?

- Algo de carne y queso - esperé a que el tabernero volviera con un plato donde había puesto un trozo de carne asada, un mendrugo de pan y un trozo de queso, y una jarra de cerveza rebosando - Muchas gracias.

- Si no va a querer nada más, son 3 monedas de plata.

Metí la mano en mi bolsillo, saqué el dinero que necesitaba y se lo entregué. El tabernero se fue sin mediar más palabras, y yo me senté en un taburete que encontré libre para comer. Cuando terminé, me levanté y me dispuse a atravesar la atestada sala camino de mi habitación.

A base de empujones y de fintas pude llegar sin que ninguna jarra terminara derramada sobre mi. Subí las escaleras y entré en la habitación que me había indicado el tabernero. Solo era un pequeño cuarto con un jergón, una mesa y una silla. Dejé el sombrero y la capa sobre la mesa, junto al cinturón donde llevaba mis pocas pertenencias, el carcaj y el arco que había llevado colgado del cinturón. Me quité las botas, los guantes y el peto y los dejé en la silla. Até mi cabello con una tira de cuero que solía llevar atada en mi muñeca.

El jergón no era muy cómodo, pero al menos era mejor que una piedra.


Búsqueda
No había dormido nada bien, pero al menos lo había hecho. Para desayunar me habrían encantado unos huevos, pero por lo visto un lobo se había estado comiendo todos los del pueblo las últimas tres semanas, según me contó el tabernero.

Me extrañaba que fuese un lobo y no un zorro quién se comiese los huevos, pero lo que más me extrañó es que, según dijo el hombre, no había tocado a las gallinas.

Cuando salí de la taberna, vi un trozo de papel clavado en la puerta de los establos. Decía que se daba una recompensa a quién matase al lobo y llevase su piel a la comisaría. Eché cuentas del dinero que me quedaba y con un suspiro busqué la comisaría.

Esta era una alta y estrecha torre de piedra, con un letrero similar al de la taberna en el que ponía "Comisaría". Tenía cuatro plantas. La puerta entreabierta de la primera planta dejaba ver un pequeño establo. Unas escaleras de madera ascendían por el exterior del edificio hasta la segunda planta. Por la falta de ventanas en la tercera planta deduje que era la cárcel. Y la última planta no tenía techo, y como era el edificio más alto del pueblo, seguramente serviría para vigilar los alrededores.

Cuando subí y entre en el segundo piso de la comisaría, me encontré con tres mesas. Una de ellas llena de papeles, en montones o esparcidos de cualquier modo. En otra se encontraba un hombre de avanzada edad sentado, ordenando algunos papeles, escribiendo sobre otros y quemando los restantes en una pequeña chimenea que se encontraba detrás suyo. Un chico se encontraba sentado en un taburete leyendo un pequeño libro, pero a una orden del anciano, se levantó y fue al otro escritorio para traerle un montón de papeles nuevo. Quitando el trozo de pared de la chimenea el resto estaba cubierto por estanterías llenas de fajos de papeles. Y en el fondo, justo en frente de la puerta, se encontraba la tercera mesa, donde se encontraba mirando unos papeles un hombre robusto con un espeso bigote. Cuando abrí la puerta, aquel hombre había levantado la cabeza, y ahora mismo se encontraba mirándome.

- ¿Quiere algo caballero? - tenía una voz ronca y bastante fuerte.

- Venía por la orden de captura del lobo - dije mientras me acercaba a su mesa. Él dejó su papeles y se cuadró.

- ¿Lo ha cazado? - sonreí para disculparme.

- No, lo siento, venía a saber sobre la recompensa, por saber si me interesaba - Frunció el ceño y carraspeó - Me refiero, ¿puedo matarlo de cualquier manera? y ¿después puedo hacer con el animal lo que quiera o se lo quedan ustedes?

- ¡Oh, ya veo cuál es su preocupación! ¿Es un cazador experto? - hizo una pequeña pausa esperando mi respuesta, pero no la iba a obtener. Si no decía nada y salía mal la cacería no se le daría la menor importancia, y si iba bien, me felicitarían más que si me las hubiese dado de experta - Bueno, puede matar al animal como prefiera mientras esté muerto, y puede hacer usted lo que desee con él. La recompensa son doce monedas de plata. ¿Piensa cazarlo?

- Si. Gracias por la información.

- Perfecto, perfecto. Los gallineros se encuentran principalmente en la parte sur del pueblo. Si quiere, puede hablar con alguno de los granjeros, seguro que le dejan entrar a observar las huellas que han quedado en el barro.

Asentí. Eso pensaba hacer. Salí de la comisaría y me dirigí a los gallineros. No eran muchos, y eran pequeños. Un hombre que se veían muy anciano y frágil se encontraba dando de comer a unos pollos que tenían unas cuatro semanas. Debían de ser de los últimos que nacieron.

- Buenos días - el hombre me miró - Soy cazador. El comisario me dijo que hablase con alguien para ver las huellas del lobo - el hombre asintió y me hizo una seña para que le siguiera.

Me llevó hasta un rincón del corral donde en el barro habían quedado impresas unas huellas muy grandes, incluso para tratarse de un lobo. Me agaché y las tanteé con la mano. Eran recientes, el lobo debía de haber estado por allí un par de horas antes del amanecer. Decidí ir a buscar huellas por los alrededores de los corrales. Cuando me levanté el hombre había desaparecido.

En una calle cercana, estrechada por dos edificios en ruinas, había también huellas que salían del pueblo en dirección a una pequeña pedriza. Me calé bien la capa y el carcaj. Esperaba encontrar al lobo antes de que anocheciéra.



Caza
La pedriza era una escarpada colina llena de piedras. Aquí y allí, entre las piedras, podía observar las huellas del enorme animal. Yo las seguía muy detenidamente, colina arriba, hacia el bosque.

Una vez en el bosque, fue más fácil seguir las huellas del animal porque todo el suelo estaba embarrado. Sus huellas me llevaron bosque adentro, hasta una cueva que podía albergar a un oso por el tamaño de la entrada.

Me acerqué con cuidado, intentando no hacer ruido. Pero pisé una ramita. Mi corazón empezó a latir a toda velocidad. Algo en el interior de la cueva se movió. Rápidamente cogí mi cuchillo y me coloqué en una posición ofensiva, preparada para el ataque o para la defensa, lo que fuese que tuviese que hacer.

El animal salió de la cueva despacio, con andares cansados, casi derrotados. Era un enorme lobo gris del tamaño de un poni de feria, pero viejo. En su mirada se detectaba el mismo cansancio que en sus andares. Algo en su mirada, en su postura, me dijo que quería morir, que lo había estado buscando. Eso no me entraba en la cabeza. ¿Un lobo suicida?

De repente el lobo se movió, describiendo un pequeño arco a mi alrededor. Agarré con más fuerza el cuchillo. Con decisión.

Él me miró muy intensamente, agachó la cabeza, como haciendo una reverencia y después se dio medie vuelta y volvió a entrar en la cueva.

No se por qué lo hice. No sé que me impulsó a seguirle. Pero le seguí, adentrandome en la oscuridad de la cueva.


Ojos
- ¡Venga ya! ¿Cómo van a ser mis ojos especiales?

Gark me miró de tal manera que desee que la tierra me tragara. Me miraba como si pudiese llegar a mi mente, y leerla, incluso controlarla.

- Mírate en el fondo del estanque. Y después dime que ves.

Yo le obedecí y me miré. Al principio no veía nada, pero poco a poco empecé a ver muchas formas, humanas algunas, animales otras, moviéndose en el fondo del estanque. Eran del mismo color que el agua, a lo mejor un poco más opacas, y brillaban.

- ¿Las ves? - yo asentí, no podía hacer otra cosa, su imagen me había colapsado el cerebro. Me daba cuenta de lo que eran: almas, mágicas. Supuse que las humanas serían de brujos, el resto correspondían a dragones, minotauros, unicornios, hadas, y demás criaturas de cuento - Bien, sigueme.

Se dio media vuelta y se dirigió hacia la salida de la cueva. Al igual que a la entrada, yo ande detrás de él, despacio, a su ritmo. Y cuando llegamos afuera, él se volvió a sentar.

- Ahora que ya has visto el estanque, mátame.

- ¡Pero no puedo hacer eso! - protesté. En realidad no sabía por qué protestaba, si eso era lo que siempre había hecho: matar.

- Si no me matas hoy, esta noche no me conformaré con los huevos de las gallinas, mataré a algún crío.

Resignada, saqué mi cuchillo del cinto.

No lo entendía.

Ese siempre había sido mi trabajo. Siempre. ¿Y por qué ahora no podía? ¿Por qué?

Dejé la mente en blanco...

Un movimiento rápido.

Un golpe certero.

Y la vida se apagó.


Regreso
Han pasado siglos, y yo he seguido igual. O casi igual.

Sigo cazando, todo lo que se me ponga por delante y si se cobra bien por ello.

Pero ya no escondo que soy mujer, y llevo trajes bien ajustados de cuero negro o rojo. Los jueves y domingos se me puede encontrar en un antro de esta enorme ciudad infectada de oscuridad y carcomida por el infierno y sus demonios. Jueves y domingos se me puede encontrar en semejante cúmulo de ruidos que apenas dejan pensar, de desconcertantes luces rojas y verdes, con una botella de vodka, los pies sobre la mesa y con los ojos medio cerrados.

O los martes y sábados en el local, algo más aireado que el tugurio, de un viejo semidemonio. El lugar es más espacioso, y mareantemente colorido, con gasas y mil colores por todos los rincones. Los que allí se pueden encontrar son más selectos pero estrafalarios: hadas, centauros, hombres serpiente, faunos... seres que nunca existieron y en cambios allí campaban a sus anchas. Se repartía vino y setas alucinógenas, y la música te inducía a dejarte llevar lenta y pausadamente por ese remolino de colores y extrañezas. Era un lugar encantador. Por eso me había absorbido tan salvajemente.

Suspiré, desearía estar en “El Capricornio Enraigado” en vez de estar en aquella mesa roja con tanto humo y ruido exagerado. No es que “Demon Eye” no me gustase, pero prefería al capricornio, indudablemente, y lo cierto es que conseguía más trabajo allí. Pero hoy tocaba el demon y a esperar a ver si caia alguna mosca gorda de la mafia humana de aquel vertedero de ciudad sobre mi mesa con un buen saco de dinero por cazar a alguien o a algo.
- ¿Otra? - me preguntó Treco, el dueño, señalando la botella vacía que colgaba precariamente de entre mis dedos.
- Por favor – le levanté la botella y al poco volvió con otra nueva.
- Te conozco desde hace tiempo, Sira, y tu no quieres estar aquí esta noche – le miré entre mordaz y hastiada y él se sentó en el asiento de enfrente, al otro lado de la mesa – quieres volar, lo sé. Eres como tantas criaturas de esta ciénaga de ciudad: especial. ¿Qué haces aquí?
- Buscar trabajo – suspiré – que de algo hay que vivir.
- Y trabajo has encontrado – dijo un hombre negro que más bien parecía un mastodonte – ¿nos permite anciano? - el pobre Treco se despidió con una leve inclinación de cabeza – ¿Sira la cazadora?
- ¿Y usted?
- Un hombre de negocios – por primera vez reparé en su impecable traje a rayas verde oscuro y la camisa morada, corbata amarilla y unas pequeñas lentes redondas de un cierto color rojo. Muy psicodélico, al puro estilo de aquel lugar – y si pago, ¿qué más da quién sea, no? - asentí y le hice un gesto para que se sentara y hablara – Directa al grano, tal como dicen de ti.
- Dicen más de mi de lo que yo misma conozco, pero bueno – él rió con una especie de gutural tañido.
 - Bienvenida a Rush pues – añadió con sorna.
- Mira, pequeño – le miré fijamente mientras me acomodaba adecuadamente en mi silla – yo ya estaba aquí cuando esto era solo una mina, y muy pocas criaturas han vivido aquel momento y siguen vivas – dejándole claro mi longevidad, y mi inhumanidad con ella, conseguí que se pusiera serio.
- La caza no es muy complicada, se trata de un leprechaun con una olla demasiado buena – puso una maleta sobre la mesa y al abrirla se descubrió una serie de billetes cuidadosamente alineados y atados de 25 en 25. Eran billetes altos. Era mucho dinero por un pequeño risotadas con olla de oro – vive entre los tréboles de la rivera de Sher, bajo el puente Nurtdon, no es difícil de encontrar, todo brilla irritantemente en azul. En cuanto al pago, la mitad ahora y la otra mitad cuando me traigas su cadáver. La olla te la puedes quedar.

Interesante, no quería la olla, que sería lo normal. Solo quería quitárselo del medio. Que hombre más interesante.
- Para mañana a las 3 de la mañana se lo tendré terminado, guardese su dinero para entonces – le aseguré mientras me levantaba – la noche es para los cuentos de miedo – añadí al desdibujar mi rostro – Buenas noches, Treco – me despedí del pobre camarero que me aguantaba una y otra vez.

Al llegar a la puerta, la exuberante mujer de caderas y senos bien definidos dentro del ajustado traje de cuero rojo, ya no lo era, sino un enorme lobo negro de penetrantes ojos verdes que se despedía del ruidoso local a punto de salir el sol.

Era una pena que los cuentos de miedo solo fuesen para las noches. De día llegaban ellos: los lanzas rubia, soldados entrenados para mantener a las oscuras criaturas que habitaban esa infecciosa ciudad en sus guaridas y solo los inocentes humanos que por la noche dormían ajenos a la realidad, andaban por las podridas calles encharcadas a esas horas.

Estanque
Unos desagradables gritos me despertaron. Desorientada y con dolor de cabeza me restregué los ojos, mientras los estridentes gritos ibas deshaciéndose en mi cabeza, como si jirones de nubes se tratasen. Con un suspiré miré la cochambrosa habitación, oscura y tétrica. Una débil luz entraba por entre las baldas de la persiana. Era de día. Abrí la persiana del todo y odie que en ese asqueroso lugar el sol luciera tan poco, con toda aquella nube de polución...

Me preparé un café. Necesitaba pensar con la cabeza fría.

Un alma reclamaba salir (o no entrar) en el pozo. Y eso solo ocurría y me llegaba cuando la muerta había sido injusta.

Volví a suspirar. ¡Maldito Gark! Dejarme lo que me dejó sin decirme nada.

El guardián del pozo de almas mágicas no puede morir. El guardián del pozo de almas mágicas solo puede cuidar del pozo, hasta que elija al siguiente guardián. Y solo el siguiente guardián podrá matar al anterior. Nada más.

Maté a Gark. Soy el siguiente. Y aquella alma me reclamaba.

Me terminé el café de un solo trago, cogí mi capa negra y me hice a la calle.

Cuando decía que los cuentos de miedo solo son por las noches no significa que no pueda salir por el día, sino que prefería salir por las noches. La mayoría de los seres interpretaban una incapacidad porque lo raro sería que pudiese salir y los lanzas rubia no me matasen y torturasen. Pero lo cierto es que ellos me conocían, y sabían de mi verdadero labor, y por eso me dejaban campar a mis anchas mientras no cazase en sus horas.

Las calles eran oscuras, llenas de humedades y residuos poco reconocibles. Algún vagabundo pidiendo limosna y obreros que iban con muchas prisas. Esa era la ciudad de día: trabajo, trabajo y trabajo. Y si no servías para trabajar, a morir tocaba.

Llegué a la entrada de la cueva. Por alguna razón todos los humanos reusaban ese lugar y las criaturas no se adentraban mucho en la cueva. Era la única que entraba y salía de sus profundidades.
- ¡Buenos días, Sira! - canturrearon unos duendecillos que cargaban carbón en unos saquitos.
- Buenos días, chico. ¿Un buen hallazgo anoche? - me encantaba vivir en la oscuridad de aquella ciudad. Cada vez me hastiaban más los humanos. Por eso amaba tanto el capricornio, supongo.
- ¡Sip! Muy bueno. Este carboncillo es para el brujo de la calle Enrid, ¿lo conoces?
 - ¿El de la barba de chivo y anteojos azules? - ese hombre a la vez gracioso y solemne. Los brujos eran la excepción a mi hastío humano.
- ¡El mismo! Y por lo visto tiene entre manos un nuevo hechizo. ¡Algo gordo!

Reí. A los duendecillos les encantaba chismorrear. Y bien que alegraban el día.

Con una dulce sonrisa en los labios me despedí de ellos y seguí mi camino cueva adentro. Yo no impedía que nadie entrase. Qué entrase quien quisiese. Los humanos no verían nada y simplemente pasaría mucho frío. Las criaturas... lo vería, pero poco podrían hacer. Solo el guardián puede tocar esas almas. Y no era una regla, era una realidad.

Llegué al final del túnel, al estanque de las almas. Allí giraban todas, en un precioso desorden. Un bebé lloriqueante estaba al borde del estanque. Aún no estaba del todo muerto. Más fácil sería arreglar el entuerto.

Al acercarme pude ver sus ojos de gato. Pobre crío. Eran un brujo, recién nacido, seguramente en una familia de humanos normales, y la matrona, o la propia madre, lo había envenenado. Cogí al niño entre mis brazos, y me miró con esos enormes ojos fantasmagóricos. Intentó tocar mi nariz, y yo le sonreí. Nadie merece morir nada más nacer. Al menos se ha de morir con una lista de tres pecados, y ese niño, por no llevar, no llevaba ni una comida en su vida. Bueno, una sí, con la que le pretendían matar.
- Ish... arden ulen. Oion ashteureon. Mitiral aupe. Ish... Ish... Aio... - pronuncié en bajito, y mientras el niño fue tomando forma y consistencia entre mis brazos. Sus gárgaras de alegría resonaron por toda la cueva y con sus manillas intentaba alcanzar mis mejillas – Guapo. Te buscaré un buen hogar, donde te cuiden y quieran, que ellos no te merecían.

Al salir de la cueva me encontré con una pequeña hada que revoloteaba entre unas mustias flores. No sé ni para que se esforzaban por mantenerlas vivas.
- Buenos días, Aradel – saludé a la hadilla.
- Buenos días, Sira – dijo revoloteando a mi alrededor - ¡Uy! Que brujo más mono. ¿Lo traes del estanque? - preguntó apenada.
- Lo asesinaron nada más nacer – le expliqué.
- ¿Cómo...? - no conseguía articular las palabras de la furia que le había entrado – ¡Malnacidos! - miedo si te insulta un hada - ¿Cómo han podido hacerle eso a semejante criaturilla? Que lleno de horrores está esta ciudad.
- No te canses con la florecilla, Aradel.
- ¿Cómo quieres que no me canse? Para una flor que consigo que florezca – protestaba amargamente.
- ¿Te has planteado vivir en el hurto de una curandera? Tendrías muchas flores y plantas en buen estado.
- ¿Vas a llevarle el niño a una curandera? - me preguntó emocionada.
- Pensaba llevárselo al hechicero de objetos de la calle Enrid, y que él me enviase a quién creyese conveniente. Si vienes conmigo, le puedo preguntar por una curandera que quiera tener una hadita en su jardín.
- ¡Oh! ¡Me encantaría! - vibró de felicidad - … pero es de día – terminó desilusionada.
- Metete bajo mi capa, no te dirán nada.

Aradel, con la alegría renovada, cortó su mustia flor y de la prendió al niño en la oreja, se acurrucó a su lado, feliz y les cubrí con mi capa. Bajando por las empinadas calles llenas de escaleras y cajas de las fábricas, llegué al cruce de la calle Enrid, y por allí seguí mi camino. Hasta que llegué a una pequeña casa que poco se diferenciaba del resto más que por el cartel con el sombrero de pico tan característico de los brujos. Tatúm, el brujo hechizador de objetos, el mismo al que los duendecillos le pensaban llevar el carboncillo.

Llamé a la puerta. Y al poco una barba de chivo se asomó por la rendija medio abierta.
- ¿Quién es? - preguntó algo hosco.
- Sira la loba.

Abrió la puerta y me miró con grandes ojos desorbitados. Pero pronto se recuperó y me dejó pasar.
- ¿Qué te trae por aquí, Sira? ¿Un lápiz que escriba solo? ¿Una capa de camuflaje? - tanteó.
- No, Tatúm – reí – esto – mostré al niño que dormitaba contento contra mi pecho, bajo me capa – y esto – añadí al ver a la hadita acariciando al niño.
- Explicate – exigió el anciano hechicero.
- El niño es un brujo, nacido seguramente en familia humana, y por eso intentaron asesinarle.
- ¿Lo has sacado del pozo, verdad? - aventuró.
- Exacto. Ahora le busco un hogar más apropiado. Eres el brujo que más cerca vive del pozo, por eso me decidí a preguntarte. Y en cuanto a la hadita, a nuestra querida Aradel le gustaría vivir en el jardín de alguna curandera, donde las flores y plantas no se marchitasen. Es muy trabajadora – Aradel afirmaba con la cabeza mientras la recomendaba. La escena debía ser muy graciosa, pues Tatúm rió con ganas.
- Para el niño te recomiendo a Irianda, una adivina de la calle Srot. Es joven y energética. Estoy casi seguro de que le encantará tener un niño al que mimar y enseñar. Le encantan los críos. Siempre lo dice en las reuniones. Hablando de reuniones – típico del viejo Tátum: enrollarse e irse por las ramas, pero me encantaba oírle - ¿por qué no te vienes a la de la próxima semana? Vamos a tratar el tema de los sauces, y luego algo sobre las estrellas. ¿Sabes? Barny, el astrólogo de la calle Erendu, me pidió unas lentes que pudiesen atravesar la capa de polución y así pudiese ver las estrellas. ¡Y lo mejor es que lo estoy consiguiendo! ¿En qué estábamos? ¡Ah! Si, el niño y el hada. En cuanto al hada se puede quedar hoy aquí. Esta noche le tengo que llevar una maceta voladora a Eneira, la curandera de la plaza del olmo muerto, y seguro que ella está encantada de tener una joven y trabajadora hadita revoloteando por su casa y jugando con sus flores.

El pobre hombre casi se queda sin aire de la excitación de contármelo todo.

Aradel se quedó con él y yo me llevé al niño a la adivina.


Mesa de adivinación

Subir las escaleras suele costar más que bajar, por eso los humanos tendían a buscar lo que necesitaban en lo que llaman anillos. No bajan ni suben escaleras, pero pueden recorrerse la ciudad entera. A mi, en cambio, no me importaban subir y bajar, es más, me gustaba. Mi cochambrosa habitación se encontraba en un nivel completamente distinto al del pozo (aunque cercana) y al del capricornio y al del demon. Por eso subir para encontrar a la bruja Irianda no me importaba lo más mínimo.

- ¡Alto ahí! - me ordenó un lanza rubia, novato, obviamente - ¿Quién eres? ¿Qué haces a estas horas por las calles, nocturno? - Así es como nos llamaban a las criaturas de los cuentos de miedo, nocturnos, lo mismo.

- Sira – dije solamente - ¿No te han hablado de mi tus superiores?

- No. ¿Sabes cuál es la condena por desobedecer el mandato del toque de queda? La muerte.

- ¡Richard! - llamó otro lanza rubia desde lo alto de unas escaleras. Bajó corriendo y al alcanzarnos me hizo una reverencia – Lo siento mucho, Sira, es nuevo y aún no conoce la ocupación. Puedes seguir tu camino.

- ¿Cómo la dejas seguir? ¡Es una nocturna! - saltó el novato.

- Es Sira, la guardiana del pozo. ¿Te han hablado del pozo, verdad zoquete? Si no puede cumplir con su cometido, la ciudad entera se vendrá abajo...

Dejé a los dos lanzas rubias riñendo. Me pareció divertida la idea que tenía sobre si no cumplía mi cometido. No era así, pero tampoco les iba a desmentir.

Llegué a las calle Srot, una calle larga y sinuosa más oscura de lo normal por las altas fábricas y casas que la rodeaban. La recorrí despacio, fijándome en cada detalle. Hacía ya tiempo que no iba por aquella calle. Había cambiado. Las casas seguía igual de tortuosamente altas, dando la sensación de que se iban a caer sobre uno en cualquier instante. Pero los nombres de los negocios habían cambiado. Un par de niños con petos y boinas jugaban en la entrada de una casa. Y más allá un perro ladraba a unas cajas apiladas desordenadamente. Y a la izquierda, una casa que poco se diferenciaba del resto más que por el cartel sin letras. Un cartel con un sol. El sol de la verdad.

Llamé tres veces y esperé pacientemente.

Y la puerta se me abrió.

Y allí esperaba una mujer de largos cabellos de un extraño tono rosado, sonrisa bonachona y vestido de lentejuelas.

- Adelante, joven – me saludó - ¿Qué quieres que te adivine? ¿Tu futura pareja? ¿Una muerte inminente? ¿O tal vez otra suerte de elecciones? - iba preguntando despreocupadamente mientras se dirigía a una mesa con mantel rojo y allí se sentó – Entra, joven – me llamó al verme aún en la puerta – y sientate, sin miedo.

- ¿Es usted Irianda?

- ¡La misma! Irianda la adivina. ¿Crees en estas cosas, verdad? - asentí con la cabeza – Claro, claro que crees, si no, ¿qué estarías haciendo aquí? - rió amigablemente.

- Pues en realidad estoy aquí para algo distinto a la adivinación – destapé al niño y se lo mostré – Es un brujo, acaba de nacer, e intentaron matarle. Me gustaría que algún brujo se hiciese cargo de él, y alguien me dijo que a lo mejor te interesaría.

- ¿Ese viejo de Tatúm, verdad? - reí al reconocer el tono de aquella mujer. Tatúm era el oráculo de los brujos. Si quieres algo, solo deja que Tatúm lo sepa, que en breves lo conseguirás – Pues la verdad es que si que hacía tiempo que tenía ganas de tener un niño al que cuidar y mimar. ¿Me lo dejas? - me preguntó extendiendo los brazos hacia mi.

Le di al niño y observé como lo acunaba y le hacía arremucos. Entre las dos decidimos que se llamaría Eón. Un bonito nombre. Le prometí que no le dejaría todo el trabajo a ella, que me pasaría a ayudar. Al fin y al cabo me encantaba relacionarme con las criaturas mágicas. Me encantaba vivir entre ellas. Por eso amaba al “capricornio”.

- Bueno, y ahora dejame que lea tu futuro. ¿Qué quieres saber?

- Dime quién soy – decidí jugar. Ella sonrió, debía de ser algo fácil, toda criatura mágica debía de saber quién era, aunque nunca lo dijesen abiertamente.

Cogió una bolsita azul que al moverla titilaba y un frasco verde que parecía contener semillas. Destapó el fraco y vertió el contenido en la mesa, sin miramientos ni concierto. Una cantidad indefinida de semillas de distintos tamaños y colores se esparció por toda la mesa. Después me entregó el contenido de la bolsa azul, un montón de huesos, unos pequeños y otros más grandes, fémures, costillas e incluso cráneos, y me hizo tirarlos sobre la mesa, como quisiera, sin miedo, y así lo hice. Lancé los huesecillos y estos cayeron pesadamente en la mesa, como si una fuerza los atrajera.

- Interesante – murmuraba Irianda. Mira la mesa desde distintos ángulos, girando la cabeza como un halcón – Interesante.

- ¿El qué es tan interesante?

- Según esto – responde después de meditar un rato – algo importante te va a pasar. Algo que cambiará tu vida. Y todos nosotros dependemos de una decisión. Una de cisión tuya.


Pesadumbre
Darle más vueltas no servía de nada. Solo impedía que durmiese y me aturullaba los sentidos. Dejé la mente en blanco. Cerré los ojos. Relajé los músculos, poco a poco, de abajo a arriba.

Pero las palabras de Irianda volvían a mi. Heladoras. ¿Por qué mi decisión? Yo solo cazaba: esa era la única decisión que tomaba. ¿Qué más querían de mi?

Exasperada me di la vuelta en el camastro. Observé en la oscuridad la austeridad en la que había elegido vivir. Y una vez más me invadió el pensamiento de que podría vivir mucho mejor, a lo mejor en una de esas mansiones del centro de la ciudad, con un pequeño jardín de flores. Y tener un esposo que cuidase de mi. Agradecí poder olvidarme de las heladoras palabras de Irianda, y me sumergí en un sueño que ya sabía como terminaba, pero que no podía evitar tener una y otra vez. Y como siempre, me dormí entre fiestas y brillos para despertarme con la terrible pesadilla pegada a mi piel en forma de sudor y adherida a mi garganta en forma de grito: que descubriesen lo que era.

Me levanté y tomé un buen vaso de agua. Siempre era la misma historia: Deseaba vivir entre ellos, los ricos humanos, pero ya no pertenecía a ellos, ya no era humana. Pero por más que me lo repitiese, aquellas ensoñaciones seguían atormentandome. Siendo lo que era, un mágico no mantendría una relación profunda conmigo por respeto, y un humano por miedo. Estaba condenada a la soledad.

Miré entre las lamas de la persiana: estaba atardeciendo. Aún era pronto, pero ya era "nuestra" hora.


Así que me vestí con mi apretado traje rojo sangre y las botas de cuero negro, y, espada al hombro, salí de aquel cuchitril camino de mi pobre trabajo.


Lo encontré donde me dijeron que lo encontraría. Sentado sobre una seta luminiscente fumando su larga pipa.


- Buenos noches, señor.


- Buenas noches - saludó él con una inclinación de cabeza, dio un par más de caladas a su pipa y entonces me habló, sereno y decidido - Sé porque has venido aquí. No te culpo, es tu trabajo. Todos tenemos el nuestro. Solo dime, ¿quiere mi olla?


Tan solo negué con la cabeza.


- Entonces -prosiguió - ¿puedo pedirte dos favores?


Asentí lentamente.


- Dale mi olla a mi hijo. Bueno, está en casa, tan solo tienes que dejarla ahí - se ríe animadamente antes de volver a ponerse serio - Y llevame directamente al pozo. Eso es lo que pido. Tan solo eso. ¿Me lo concederás?


Sin mediar palabra alguna le tiendo la mano y él se sube. Despacio y en silencio me dirijo hacia la cueva del pozo. No me gusta hablar con mis cazas. Me hace sentir peor de lo que ya me siento.


Cuando llegamos al interior de la cueva, a lo más profundo, él está dormido. Por lo visto ya le había llegado la hora sin necesidad de ayudas.


De entre los pegados pliegues del cuero rojo saco una fina aguja en la que hay talladas runas azules. Con ella saco el alma del pequeño cuerpo, clavándola en la espina dorsal y después tirando  con determinación de ella hacia afuera, y la dejo caer lentamente al centro del pozo. Como tantas otras veces había hecho.


El cuerpo lo envuelvo en un paño y me dirijo al bar, aunque sé que aún es pronto.


Demasiado pronto.


Después de dos horas dándome al vodka, aún no había aparecido el extravagante hombre de negocios. Y aún me quedaba. Treco me miraba nervioso. Estaba acostumbrado a mi presencia. A ese halo de muerte y rencor hacia todo. Pero hoy debía de verme distinta. Hoy el hastío me superaba. Deseaba perderme entre los polvos de hadas y otras drogas más fuertes que aquel agua contaminada. Necesitaba olvidar. Necesitaba perderme de todo aquello. Necesitaba liberarme. Y nada humano lo conseguiría.


Creo que ha llegado el momento de despedirme de la humanidad.


La determinación acababa de nacer en mi. Fuerte y severa. No volvería al Demon Eye. Y si era posible no volvería a tratar con los humanos más que para que mi espada les atravesara.


Suspiré. Este sería el último trato con humanos que cerraría. Decidido.

El hombrecillo de negocios apareció entre el humo y el estruendo y se sentó en frente sin más saludo que el maletín sobre la mesa. Sin decir nada empujé el paño con el cuerpo. Él lo cogió, lo abrió ligeramente para comprobar la mercancía y se fue. Sin decir nada. Sin siquiera mirarme.


Cogí el maletín y sin comprobar su contenido, salí de aquel local. No sin antes comunicar a Treco que ya no volvería más por allí (y notar su cara de alivio) y que si alguien preguntaba por mí, que les mandase para mi casa por el día.


¡Adiós mundo humano!